Salgo antes de la última clase, la última de todas, que
resultó ser un examen parcial. Y no sé muy bien si por ver cara a cara a la
soledad de nuevo, o por el estrés, pero tengo la sensación que se suele tener
justo al llegar a la última página de un libro y divisar el vacío final, tras
el punto y aparte. Comparto unas palabras con un alma afín, y una sonrisa, luego, la corazonada se hace un poco más fuerte.
Como el niño que cae y eleva desesperado la mirada en
busca del abrazo materno, me encamino a la librería más cercana. No pienso
hacer de flaneur más de lo necesario,
así que atravieso ambos claustros, el parking, cruzo la calle y entro,
haciéndome consciente, en un chispazo de claridad, de que mi sonrisa al ver todos
aquellos libros es un placer tan íntimo como la lectura misma.
Siento peligrar, por primera vez, una pasión. Y digo “peligrar”,
y no es gratuito, porque las pasiones verdaderas no desaparecen ni con la edad,
solo mutan en formas más complejas de amor. Cátedra, los lomos blancos y
negros, los recursos de última hora, la base de todo, una selección aleatoria
de títulos, el formato que me permitió cargar con Anna Karénina en el bolso
durante un tiempo. Tren arriba tren abajo, algunos días eran hasta dos horas enteras con Anna y Vronski y Dolli
y Ovlonski, y sobretodo, Lievin y la
infinidad épica de Tolstoi.
De la mesa de los Best Sellers paso de largo, y localizo
mentalmente a Borges en un rincón, en un estante giratorio, con sus tapas estampadas
de figuras geométricas de colores, como el que ve de reojo a un viejo amigo y
piensa en saludarle más tarde. A veces pienso que, para mí, Borges es como Dios
para algunas personas, abarcador inabarcable de todo. Seguramente, el símil le
molestaría, pero la que está pecando de
hybris soy yo. En todo caso, está allí, esperando. Amigo del que me voy
llevando pedacitos de vez en cuando, con su nombre reflejado en el cristal de
la puerta que se abre y cierra, una y otra y otra vez,
A lo mejor me llevo las cartas de Jane Austen, la
correspondencia de una vida entera, pero me da miedo gastarme tantísimo dinero
de golpe, aunque Jane nunca me ha defraudado, es un reloj que va siempre a la
hora. La tienen bajo un cartelito que pone “Narrativa Castellano”, dos palabras
que engloban tantísimas cosas, tantísimos nombres, tantísimos significados, tantísimos
sinsentidos. Pero sigo dando vueltas entre ellos y es como el primer baño del verano en el mar.
Siento venir la necesidad de escribir esto, y me doy
cuenta de que tengo un tic, un gesto inconsciente cuando advierto en el estante
un título, un autor al que le debo algo, o al que deseo: acaricio la tapa o el
lomo, no sé si espero que llegue algo de agradecimiento o de pasión entre las
páginas a un ente insondable al otro lado del mar del tiempo. Pero la idea es
bonita, y no me avergüenzo, es como esperar que le llegue al náufrago la
respuesta al mensaje que te mandó hace siglos, en una botella.
Me paso por la S, qué orden más cruel el alfabético, antes
de Saramago… voy en busca de una recomendación que me hizo un hombre en un
sueño, pero recuerdo que lo que andaba
buscando lo bajé al Kindle hace unos días, aunque el papel lo haría más real,
más heredable, más cercano. Veo una recopilación de Emily Dickinson que hace
tiempo que quiero, es un librito precioso, con acuarelas, bajo los poemas,
entre los poemas… sería un viaje increíble. ¿Cuántas veces habré escogido un
libro y lo he vuelto a dejar? ¿Cuántos libros podía haberme llevado a casa y no lo
hice?...
Octavio Paz, ¿dónde está Octavio
Paz? Oh, Shakespeare, están donde siempre, pero siempre me sorprenden: Los Sonetos,
ediciones altas, traducciones libres, ediciones bilingües y ... Me viene a la mente su ansia de inmortalidad de un cuerpo tras otro, conservar
belleza a través de la progenie, una generación circular constante de belleza
temporal. Petrarca al revés. Y sin darme cuenta ya me estoy mirando los cuentos
infantiles, ¿Qué leía yo? Recuerdo una antología ilustrada de Rafael Alberti,
la recuerdo con una mezcla de amor y rabia: rabia por la incomprensión, amor
por el ritmo, la rima. ¿Seré yo capaz de
leerles El Quijote a mis hijos? Cuando los tenga, si los tengo. Antes de que
vuelva Shakespeare para imitar a Borges omnipresente, me asalta el abismo de la
distancia, pero esta además de temporal es física: cuentos y mitos, fantasmas orientales,
¿Habrá por ahí también una caperucita que se come a la abuela? Irónicamente, me
recuerdan al Macbeth de Kurosawa, jamás sabré qué significan.
Tengo hambre, y ojalá pudiera
vivir de palabras, debería volver a casa. Resuelvo mentalmente que cuando me
siente a escribir esto no puedo olvidarme decir que echaré de menos la
presencia de un mentor, un profesor que, sin darse cuenta, de vez en cuando, enciende
una chispa de interés, añade, rehace y apasiona de nuevo, como cuando se lee,
como cuando se escribe.
Leer por honesta diversión, estudiar porque te enseña a
vivir, a morir y te habla de ti mismo. Suerte tengo de Montaigne, y de Los
Clásicos. La tentación es grande, pero hoy no voy a pasarme por esa sección,
aunque el péndulo del mundo sea el corazón de Antígona, como dice mi querida
Marguerite, hoy no. Me apetece hacerme una compra para el verano, sentarme un
día hipotético de julio en un café y leer por placer. Así que me he llevado un
best seller, de esos que como excepción, te recomienda uno de aquellos
mentores (mentora en este caso) y el librito de Dickinson por si me pierdo.
No lo vais a creer, pero al salir del tren, de vuelta a
casa, me he cruzado a una niña de uniforme, debía tener unos diecisiete años,
llevaba un libro enorme, tapa dura y una cinta azul de punto de libro, era
Guerra y Paz. Sabía que no os lo creeríais, ataca a la verosimilitud, pero la
vida lo hace. Supongo que por eso leo, por eso escribo.
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