jueves, 30 de mayo de 2013

El fin del principio. Excepción autobiográfica.

Salgo antes de la última clase, la última de todas, que resultó ser un examen parcial. Y no sé muy bien si por ver cara a cara a la soledad de nuevo, o por el estrés, pero tengo la sensación que se suele tener justo al llegar a la última página de un libro y divisar el vacío final, tras el punto y aparte. Comparto unas palabras con un alma afín, y una sonrisa, luego, la corazonada se hace un poco más fuerte.
Como el niño que cae y eleva desesperado la mirada en busca del abrazo materno, me encamino a la librería más cercana. No pienso hacer de flaneur más de lo necesario, así que atravieso ambos claustros, el parking, cruzo la calle y entro, haciéndome consciente, en un chispazo de claridad, de que mi sonrisa al ver todos aquellos libros es un placer tan íntimo como la lectura misma.
Siento peligrar, por primera vez, una pasión. Y digo “peligrar”, y no es gratuito, porque las pasiones verdaderas no desaparecen ni con la edad, solo mutan en formas más complejas de amor. Cátedra, los lomos blancos y negros, los recursos de última hora, la base de todo, una selección aleatoria de títulos, el formato que me permitió cargar con Anna Karénina en el bolso durante un tiempo. Tren arriba tren abajo, algunos días eran  hasta dos horas enteras con Anna y Vronski y Dolli y Ovlonski, y sobretodo, Lievin  y la infinidad épica de Tolstoi.
De la mesa de los Best Sellers paso de largo, y localizo mentalmente a Borges en un rincón, en un estante giratorio, con sus tapas estampadas de figuras geométricas de colores, como el que ve de reojo a un viejo amigo y piensa en saludarle más tarde. A veces pienso que, para mí, Borges es como Dios para algunas personas, abarcador inabarcable de todo. Seguramente, el símil le molestaría, pero la que está pecando de hybris soy yo. En todo caso, está allí, esperando. Amigo del que me voy llevando pedacitos de vez en cuando, con su nombre reflejado en el cristal de la puerta que se abre y cierra, una y otra y otra vez,  
A lo mejor me llevo las cartas de Jane Austen, la correspondencia de una vida entera, pero me da miedo gastarme tantísimo dinero de golpe, aunque Jane nunca me ha defraudado, es un reloj que va siempre a la hora. La tienen bajo un cartelito que pone “Narrativa Castellano”, dos palabras que engloban tantísimas cosas, tantísimos nombres, tantísimos significados, tantísimos sinsentidos. Pero sigo dando vueltas entre ellos y  es como el primer baño del verano en el mar.
Siento venir la necesidad de escribir esto, y me doy cuenta de que tengo un tic, un gesto inconsciente cuando advierto en el estante un título, un autor al que le debo algo, o al que deseo: acaricio la tapa o el lomo, no sé si espero que llegue algo de agradecimiento o de pasión entre las páginas a un ente insondable al otro lado del mar del tiempo. Pero la idea es bonita, y no me avergüenzo, es como esperar que le llegue al náufrago la respuesta al mensaje que te mandó hace siglos, en una botella. 
Me paso por la S, qué orden más cruel el alfabético, antes de Saramago… voy en busca de una recomendación que me hizo un hombre en un sueño, pero recuerdo  que lo que andaba buscando lo bajé al Kindle hace unos días, aunque el papel lo haría más real, más heredable, más cercano. Veo una recopilación de Emily Dickinson que hace tiempo que quiero, es un librito precioso, con acuarelas, bajo los poemas, entre los poemas… sería un viaje increíble. ¿Cuántas veces habré escogido un libro y lo he vuelto a dejar? ¿Cuántos libros podía haberme llevado a casa y no lo hice?...
Octavio Paz, ¿dónde está Octavio Paz? Oh, Shakespeare, están donde siempre, pero siempre me sorprenden: Los Sonetos, ediciones altas, traducciones libres, ediciones bilingües y ... Me viene a la mente su ansia de inmortalidad de un cuerpo tras otro, conservar belleza a través de la progenie, una generación circular constante de belleza temporal. Petrarca al revés. Y sin darme cuenta ya me estoy mirando los cuentos infantiles, ¿Qué leía yo? Recuerdo una antología ilustrada de Rafael Alberti, la recuerdo con una mezcla de amor y rabia: rabia por la incomprensión, amor por el ritmo, la rima.  ¿Seré yo capaz de leerles El Quijote a mis hijos? Cuando los tenga, si los tengo. Antes de que vuelva Shakespeare para imitar a Borges omnipresente, me asalta el abismo de la distancia, pero esta además de temporal es física: cuentos y mitos, fantasmas orientales, ¿Habrá por ahí también una caperucita que se come a la abuela? Irónicamente, me recuerdan al Macbeth de Kurosawa, jamás sabré qué significan.
Tengo hambre, y ojalá pudiera vivir de palabras, debería volver a casa. Resuelvo mentalmente que cuando me siente a escribir esto no puedo olvidarme decir que echaré de menos la presencia de un mentor, un profesor que, sin darse cuenta, de vez en cuando, enciende una chispa de interés, añade, rehace y apasiona de nuevo, como cuando se lee, como cuando se escribe.
Leer por honesta diversión, estudiar porque te enseña a vivir, a morir y te habla de ti mismo. Suerte tengo de Montaigne, y de Los Clásicos. La tentación es grande, pero hoy no voy a pasarme por esa sección, aunque el péndulo del mundo sea el corazón de Antígona, como dice mi querida Marguerite, hoy no. Me apetece hacerme una compra para el verano, sentarme un día hipotético de julio en un café y leer por placer. Así que me he llevado un best seller, de esos que como excepción, te recomienda uno de aquellos mentores (mentora en este caso) y el librito de Dickinson por si me pierdo.


No lo vais a creer, pero al salir del tren, de vuelta a casa, me he cruzado a una niña de uniforme, debía tener unos diecisiete años, llevaba un libro enorme, tapa dura y una cinta azul de punto de libro, era Guerra y Paz. Sabía que no os lo creeríais, ataca a la verosimilitud, pero la vida lo hace.  Supongo que  por eso leo, por eso escribo.  

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