Sí, estaba claro, cada día le costaba más salir de la cama. Conocía esa
sensación muy bien, porque el espacio entre el sueño y la vigilia era el único
punto de certeza que había tenido años atrás, y el mismo pensamiento seguía
dando vueltas en su mente cuando tenía aquella sensación. La misma persona, la
misma cara, el mismo llanto.
Se levantó de la cama, todavía le faltaban muchas canas
para adquirir el valor suficiente, para
tomar la decisión que le llevaría a volver a ver ese rostro imaginario al que
recurría siempre que estaba adormilada, pero algún reflejo blanco ya asomaba en
su cabello rubio. Eran las muestras de un disimulo, de un secreto a voces que
solo notaba ella al mirarse al espejo.
Salió de entre sus sábanas blancas casi tiritando. Delgada como estaba,
parecía que no podría tenerse en pie, se le notaban las vértebras a través del
camisón blanco cuando se encorvaba, al sentarse en la cama y sostenerse la
cabeza, con la palma de la mano en la frente.
Poco a poco, muy sutilmente, estaba volviendo a caer en un estado familiar,
sabía que su mente se resistía, pero era incapaz de vencer, llenaba su ser de
pura tristeza. Por mucho que se dijera a si misma que podía con todo, que solo
tenía que levantarse de la cama para sentirse mejor, sentía las oleadas de
impotencia y no podía hacer otra cosa que llorar. A esas horas no la podía oír
nadie, tanto mejor.
Dejó de tiritar, desde un rincón de
la habitación entraba el sol de la mañana, fue suficiente. Aquel aura
cristalina que la envolvía mientras lloraba no tenía nada que ver con ella. Ni
siquiera pensaba en lo que hacía, de
hecho, no pensaba en absoluto, solo soportaba oleadas de llanto, como las rocas
soportan los golpes del mar.
No hay nada épico en tomar decisiones terribles, no hay nada grandioso en
ceder al placer, ni hay nada trascendente en amar de un modo incondicional,
sean cuales sean las consecuencias. Sabía que había cosas que había aprendido
por las malas, así como sabía que solo había un modo de salir de allí:
levantarse y repetir rutinas, guardarse un momento al día para poner la mente
en blanco y, tal vez, tomar el sol de vez en cuando.
Decidió, por enésima vez, que aquél iba a ser el último sollozo. Al levantarse
de la cama, logró ponerse los resquicios de su máscara de cada día y caminó
hacia la ventana con tranquilidad. Aquél caminar pesado parecía impropio de
alguien que ocupaba tan poco espacio, al llegar a la ventana y abrirla, se
sintió consolada por el sol. Su camisón comenzó a ondear con la brisa y ella se
dejaba mecer, como con tantas otras cosas que no podía controlar.
Tras cinco minutos de sol, con la mirada perdida, volvió a cerrar la ventana
y apoyó la frente contra el cristal.
- -No te olvido. –dijo- Ojalá lo supieras.
Había días, semanas y meses, en que pensaba en las decisiones que había
tomado, y sentía que las tomaba de nuevo. Había estaciones en que era como un
fantasma, blanca, ebria de sol, luminosa y triste.
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